Muchos confunden la esperanza con el optimismo, sin embargo, son diferentes. El optimismo es un estado de ánimo que provee fortaleza y autoconfianza, que nos inspira a luchar y a tener la seguridad de que podemos lograr lo que nos proponemos. La esperanza, más que un estado de ánimo, es un sentimiento positivo que percibimos los seres humanos cuando tenemos la certeza de que las cosas van a salirnos bien.
No es creer que los problemas son irreales, es estar convencidos de poder superarlos cuando los enfrentemos. Por supuesto, siempre con optimismo. Desde el punto de vista teológico, la esperanza es una de las tres virtudes divinas junto a la fe y la caridad. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo, la describe como el don que nos da la certeza de poder conseguir la vida eterna en el reino de los cielos.
Es notorio que el optimismo y la esperanza, tanto desde el punto de vista laico como teológico, tienen su base en la espiritualidad del ser humano y, es cierto, no son iguales, pero una depende de la otra. Es imposible vivir con esperanzas siendo pesimistas. Por el contrario, un optimista lo último que pierde es la esperanza. Ambas cualidades nos surten de fortaleza espiritual, nos convencen de que los sueños siempre están al alcance de la mano y que son posibles, cultivan en nosotros la convicción de que nunca seremos derrotados, por muy grande que sean los contratiempos; desechan lo negativo y nos permiten disfrutar de lo hermoso que regala la vida. Un ser humano optimista no se amilana ante los problemas, frente a ellos se muestra creativo, lleno de energía positiva y de buena vibra. En medio de este estado florece la esperanza y esta, a su vez, ensancha aun más los caminos del optimismo. Por eso digo que una cualidad depende de la otra. Vivo convencido que, para conquistar el éxito, primero hay que soñarlo y después hay que salir a lucharlo por los caminos de la vida, pero tenemos que intentarlo con una buena dosis de ambas cualidades.
El pesimismo y la desesperanza solo engendran debilidad, y la debilidad, en medio de los avatares de la existencia, conduce al fracaso irremediablemente. Cuando abrigamos esperanzas, cuando somos optimistas, todo lo evaluamos con mentalidad de vencedores; convertimos un fracaso transitorio en una lección eterna, tenemos los pies firmes en el presente, pero la mirada atenta al futuro; desechamos la impotencia y no le damos cabida a las decepciones.
Recientemente el papa Francisco expresó que la esperanza nunca decepciona porque es un regalo del Espíritu Santo. Podemos o no estar de acuerdo con el evangelio del Sumo Pontífice, pero lo innegable es que la espiritualidad del ser humano es un hecho consumado por encima de filosofías o puntos de vistas religiosos. Dos cualidades básicas que alimentan esa espiritualidad son el optimismo y la esperanza. ¡Con ellas siempre hay amaneceres. Sin ellas, noches eternas!
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